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El contexto actual nos enfrenta a una realidad innegable: el aumento de la temperatura global y sus consecuencias, como sequías, tormentas y fenómenos extremos, se hacen cada vez más visibles, especialmente en regiones como la mediterránea.
Esta tendencia está estrechamente relacionada con el incremento de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera, generado principalmente por la quema de combustibles fósiles.
Ante este reto global, la reducción de emisiones de estos gases se presenta no solo como una necesidad ambiental urgente, sino también como un camino hacia nuevas oportunidades económicas y el cumplimiento de crecientes exigencias regulatorias.
En este escenario, medir las emisiones se convierte en un primer paso esencial. Hablamos de emisiones de gases de efecto invernadero, que se miden en CO2 equivalente, y que engloban diferentes gases, como el dióxido de carbono, metano, óxidos nitrosos y gases fluorados, según su potencial de calentamiento global en comparación con el CO2.